17 abril 2012

Una Mañana sin Ella

-Ya no es necesario tu sarcasmo para ahuyentar a las personas... Tu sola presencia basta.
Después de esas palabras Carolina se marchó, dejándome en el abismo de mi soledad y en lo insoportable que es estar conmigo mismo.
A veces, cuando me levanto tengo unas ganas deliciosas de contagiar mi miseria a todo aquel que se cruce en mi camino. Otras, ni siquiera saco un dedo de la cama y algunas otras, fijo leer para que el aburrimiento sea una mejor excusa que la depresión. Sin embargo, continúo con Carolina en la cabeza.
La otra tarde, mientras limpiaba el sótano encontré sus videos de la universidad, pasé todo el día mirándolos y contándole a la taza de café, lo maravillosa que era cundo sonreía, opacaba cualquier cosa aún estando detrás de la cámara; atenta a capturar cuanto objeto o persona que creyera estupenda pudiera grabar... Por supuesto que grababa todo. Siempre admiré eso en ella, encontraba lo bello en cualquier cosa, por eso se casó conmigo.
Seguramente desde que se fue, está con la bruja de su madre. ¡Si tan sólo tuviera el valor de ir a buscarla y pedirle que regrese!... Pero estoy aquí, poniéndome esta patética corbata verde. Dentro de cuarenta minutos tengo que dar una clase mediocre, a gente mediocre, en una escuela mediocre. ¡Ya no queda ni la sombra del gran profesor que yo era!
Hace tiempo pensé en el suicidio, ahora, suelto una carcajada porque recuerdo por qué lo hice: No quería una esposa, y no tenía trabajo... hoy ya no quiero este trabajo y quiero que Carolina regrese.
Subo al auto, estoy orgulloso de no dejar que se llevase nada mío, nada más que mi corazón, absolutamente nada más. Miro al retrovisor, mi rostro está viejo y cansado, las canas aparecieron desde que ella no está en casa. -¡Vuelve!- Susurro imperativamente.
Enciendo un cigarro, miro el porta folios. No sé lo que hago, así que bajo del auto, regreso a la casa y enciendo mecánicamente el televisor. El noticiero comienza a parlotear como de costumbre; ya no hay pan en la cocina... Hace ya tres años que Carolina dejó de prepararme el desayuno.
Voy a la habitación esperando que esté ahí queriendo pedirme perdón, pero la cama deshecha me anuncia lo ingenuo que soy; Miro a mi alrededor, observo la caja de madera, voy hacia ella; escucho el silencio de la casa, el televisor a distancia, las aves afuera. Susurro de nuevo -¡Vuelve!- pero sigue sin haber respuesta, entonces disparo.

Ni*